Los biógrafos menores

Comencemos con dos citas. La primera es un Haikú, un pequeño poema, de Basho, un poeta japonés del siglo XVII, que corre el riesgo de pasar desapercibido por considerarlo demasiado anodino. ¿Pues que hay de poético en preguntar por un vecino? Escuchemos: 

“Yo me pregunto,

avanzando el otoño…

¿Qué hará el vecino?”

El poema de Basho es de una discreción conmovedora, habla en voz baja. Se pregunta con curiosidad por el destino de alguien. No es un diálogo. “¿Qué hará el vecino?” Pero más que curiosidad parece expresar su preocupación. Si esto es cierto, la pregunta suena así: “¿Qué hará el vecino durante esta estación fría, cuando los árboles pierden sus hojas y el mundo se sume en una gris tristeza?” Su preocupación, sin embargo, no va dirigida a un amigo, sino a un desconocido. Ese artículo “El” no denota ninguna familiaridad. Luego, está preocupado por alguien al que no conoce. O, para no exagerar, por alguien a quien apenas conoce. El vecino debe estar solo, ya que no se pregunta por la familia de éste. ¿Por qué hace esta pregunta? Porque él mismo está tan solo como él. De manera que es una pregunta lanzada desde su soledad a la soledad del otro. Eso es lo conmovedor de este poema. Parece preguntar “¿Estará tan solo como yo?“¿Cómo se las arreglará si está tan solo?”. Lo hermoso de un Haiku, como nos explica Vicente Haya, consiste en que es un tipo de poema que no nace de la premeditación, esto es, de una construcción intelectual o literaria. Surge en el instante. Es una revelación. Es algo así como el eco que le devolvemos al sonido de la naturaleza. Por eso es una de las preguntas más auténticas que podamos encontrar. Es una genuina preocupación por el otro. Quien escribe es él mismo un solitario que no deja de pensar en las soledades ajenas. Soledades es una preciosa palabra del español. Un plural que dice que todos cuantos somos dentro de nosotros podemos sentirnos solos.

La segunda cita, proviene de una carta de Chéjov, que es un contador de historias. Fue escrita en 1894 y dirigida al periodista y escritor ruso Alekséi Suvorin. Escuchemos:

“Es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera”

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Soledad y compañía de las palabras

Toda mi vida no he hecho otra cosa que acompañar soledades. En primer lugar, la mía. Luego, la de los libros, esos objetos separados que no saben que están solos y que nos hacen sufrir. Después, la de los animales, que la experimentan como una sensación de inquietud en el cuerpo; por último, la de la gente, que se acerca por un breve espacio de tiempo para mostrarme la suya, que es tímida y que aparece en sus gestos, sus silencios, su fatiga o en las palabras piadosas con las que tratan de mentir su propia vida.


Así es. Toda mi vida he sido sensible a la soledad de la gente. Y creo que es, desde ahí, desde donde escribo mis relatos o mis poemas. Necesito estar solo para concéntrame, para retraerme, para trabajar. Pero casi nunca lo estoy. Siempre están conmigo las palabras. Las palabras, nos enseña Gadamer, no son cosas que uno toma y deja. Aun cuando se resisten, están cerca. En realidad, el hombre, el ser humano, lo que somos, lo es por el lenguaje. No sólo somos seres que hablan. Todo lo que somos, lo somos por las palabras. Nuestra conciencia, nuestra manera de entender el mundo sólo es posible porque antes desarrollamos el lenguaje y vivimos en él. Estamos hechos de lenguaje. Somos palabras sociales o palabras solitarias…


Pero cuando escribimos descubrimos una cosa. A pesar de que siempre estamos en el lenguaje, este puede retirarse momentáneamente sin abandonarnos. Somos como el mar. Por un instante nuestro nivel baja, porque se ha recogido sobre sí mismo para crear las olas que luego caerán sobre él. Ese retirarse es el momento en el que el escritor busca las palabras. Parece que el lenguaje se le hubiera escapado. Pero está ahí, listo para volver. Por eso, nunca me he sentido definitivamente huérfano de las palabras. Aún si no están, sé que es su movimiento natural. Retraerse.

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Escribir poesía

I

Hay tantos retratos de poetas como relatos acerca de sus vidas, pero ninguno de ellos llega a contarnos qué es lo que ocurre en el interior de esos hombres y mujeres fulminados por el rayo de una revelación esencial. Es natural que sólo podamos presenciar lo que hay afuera, que aquello que pasa adentro se mantenga a salvo incluso para el escritor. Hay que ver los problemas que enfrentan ellos mismos al tratar de describir el proceso que siguieron hasta la consecución de su obra. Lo más importante para el que desea aprender a escribir poesía permanece desconocido. Pero hay quienes creen que puede enseñarse de la misma manera en que enseña la escritura alfabética.

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Lo lejano en el libro

Quizás se pregunten el por qué me presento hoy así ante ustedes. Solitario. Cuando lo usual es plantear una conversación con otro escritor que, de alguna manera, válide la obra: “he aquí una obra que merece ser leída” Pero este libro quizás necesite estar solo, desnudo. Pues es una obra de soledad. No cualquier soledad, sino una esencial. Para escribirlo tuve que tornarme todavía más solo de lo que soy. Perderme incluso a mí mismo para convertirme en unos ojos que miran y un oído que escucha. Dos ventanas que dan al paisaje, mientras el interior está despojado como en un antiguo templo abandonado hace ya mucho tiempo. También Dios se ha ido, pero para estar afuera. Vacío y, sin embargo, no está desamparado, ya que tiene hacia donde mirar y el cielo sobre su cabeza.

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Una carta de María Lanese acerca de Una herida interminable

«Querido Carlos, conmovida y literalmente encantada con la lectura de tu libro, todavía tibia mientras te escribo (recién concluyo) es una joya, una reflexión de esa clase de reflexión que se nos presenta frente al mar, a una planicie que acaba en el horizonte o frente al silencio fecundo de los desiertos.

¡Hallo en tu escritura una lógica Juarroziana!

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Dostoyevski o la fatalidad

Sólo existe la fatalidad. He ahí la respuesta de Dostoyevski a esa pregunta tan humana por la existencia o no de libertad.

A lo largo de la novela se nos recuerda, de manera constante, que hay un determinismo biológico y cultural del que no pueden escapar sus protagonistas: la naturaleza del alma rusa y el sensualismo que les heredó su padre. La novela es la historia de esa lucha contra el destino y, al final, la coronación inebitable de la tragedia. Es esa naturaleza la que, finalmente, acabará por perder cada uno. Como en Cioran, la voluntad es, apenas, la epidermis. El lado más externo de la piel. Fuerzas más poderosas deciden nuestro destino en nuestro interior.

A medida que avanza la novela, los hermanos van descubriendo hasta qué punto les es imposible negar su sangre. Están signados por su nacimiento, como los animales por su especie. Y, al igual que estos, las circunstancias parecen arrinconarlos, empujarlos a la fatalidad: Fiódor encontrará su muerte al no renunciar a su intemperancia. Dmitri luchará hasta el final contra los celos y el deseo de asesinar a su padre. Iván, que parece el más calculador, se debate con su obsesión por lo divino hasta perder la cordura. Alekséi abandona el monasterio y asume una defensa apasionada de sus hermanos. Smerdiakov, el epiléptico, traduce en actos los postulados del nihilismo y mata y se suicida.

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Ustedes, que vagan sin rumbo

Leo libros. Pero también me gusta escribir sobre ellos. Y sobre las bibliotecas y los lectores que acuden a estos curiosos recintos.

En mí, como en todos los solitarios, los libros ocupan el lugar de un interlocutor. Desear un solo conversador, aunque omnisciente, como en los pueblos semíticos, me es ajeno por sensibilidad. Necesito muchos, cada uno distinto en lo que me pueda enseñar. Soy un espectador fascinado. Un hombre antiguo junto al fuego cuando se trata de escuchar. Un politeísta declarado.

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El gato de Simenon

¿De qué está hecho el amor? Esa parece ser la pregunta a la que responde Simenon en esta novela. Y la respuesta, sin embargo, no es simple. Los protagonistas de la historia son una pareja de ancianos que se profesan un enconado desprecio, un odio feroz. A pesar de esto, es uno de los relatos de amor más conmovedores que puedan leerse. Y de los más complejos, a su vez. Simenon no trata de ahorrarnos esta dificultad. En realidad, no hace más que exacerbarla. Es sobre esta tensión, sobre esta pregunta es que se sostiene la narración, donde la historia personal de Émile y de Marguerite es tan importante como el presente y el pasado reciente que comparten. Pero existen muchos y muy delicados matices. No sólo vemos el amor conyugal. También se entremezclan el cariño y el odio hacia los animales, las amantes, los lugares, los padres y los recuerdos.

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La nieve sucia de Simenon

Algunos escriben acerca del mal porque es todo cuanto conocen. Son cronistas de la maldad. Otros, narran con una curiosidad malsana que difícilmente oculta su admiración. Si pudieran encarnarían a sus personajes, aunque carecen del valor para hacerlo. Unos pocos, como Dostoievski, Nietzsche o Coetzee lo hacen estimulados por el deseo de conocer a los hombres, de descender a los sótanos siniestros donde se urden nuestras motivaciones. Tratan de hallar los hilos trágicos que tiran de sus personajes (ese verbo representa aquí una lucha, pero también un gusto por dejarse arrastrar). A estos últimos, pertenece, sin duda, Georges Simenon, uno de los más perspicaces sabuesos de la oscuridad de la conciencia humana.

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El Paraíso de Gurnah

Poco o nada sabíamos de Gurnah cuando le concedieron el Premio Nobel. ¿Por qué seguía siendo para nosotros un escritor secreto, a pesar de sus dos nominaciones al Booker internacional? Quizás por la sencillez y precisión de su prosa y por la paciencia con la que va narrando sus historias. Yo mismo, mientras leía, me preguntaba hacia donde quería llevarme una historia que no prometía mucho al comienzo. Sin duda, se trataba de una novela de formación. ¿Pero qué era lo que debía aprender Yusuf, el protagonista? La epopeya de los viajes de comercio, la inminencia del amor, la cercanía del peligro, la bondad y la mezquindad de los hombres, el desprecio mutuo entre las grandes religiones. Y, como un eco lejano, el dominio frío, mecánico, impersonal de los europeos sobre el continente africano. Es una obra de nostalgia. Habla del final de una época: la de las grandes caravanas de comerciantes, la de las aventuras del viaje, la de la servidumbre por deudas y la del anhelo del amor.

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