El mar

©Leo Matiz

I

El niño creyó, por un momento, que el mar había contenido su aliento. Entonces dejó de gritar, atento a cualquier señal que pudiera venir de la lancha, esa penosa embarcación que flotaba sobre la cálida superficie del agua.

El desolado grito de un ave quebró la espera. Y el mar, como sacudido de su aturdimiento, reanudó su inmemorial embate contra la costa.

Y, con las olas, alcanzó al niño la apremiante necesidad de gritar de nuevo.

La luz caía amortajada por los densos y acalorados nubarrones, que se reunían llevados por los vientos, sobre las olas y la ruinosa embarcación. Nada, sin embargo, permitía pensar que fuera a llover. Las nubes se juntaban graves y apesadumbradas desde el amanecer, sin otro propósito que el de opacar las antiguas aguas que se mecían, desde siempre, por debajo de ellas.

Se diría que aguardaban, mansas y tumultuosas, pero sin saber a qué.

Y, entre llamado y llamado, el sonido de las olas contra la costa iba acallando al anterior, dando el efecto de un silencio dilatado, prolongado durante siglos que, de pronto, se quebraba desgarrador, con la llamada, plañidera e inédita en el mundo, del primer hombre.

El niño avanzó hacia las olas. Volvió a gritar para que la lancha reparara en que él había avanzado e hiciera lo mismo. Pero la embarcación permaneció impasible en el horizonte.

Venciendo su temor, reanudó la marcha, dejando que las aguas le ataran las rodillas, le cubrieran los hombros y le subieran a la altura de las orejas. Cuando dejó de sentir la arena bajo sus pies, entró en pánico. Tragó agua. Chapoteó. Y finalmente nadó de regreso a la orilla donde comprendió que la lancha se alejaba, sin remedio, en el oleaje.

©Leo Matiz

II

La penumbra del amanecer estaba intacta. Lo escuchó levantarse, frotar sus ojos legañosos y arrastrar sus viejos pasos hacia fuera, donde revisó los hilos de una red que, por la oscuridad, no estaba viendo. Después, cuando lo sintió volver, el niño lo aguardó sentado en el lecho para que lo viera alerta. El viejo, que había ido a despertarlo, le acarició levemente detrás de la oreja en señal de aprobación y salió de nuevo.

Afuera el aire estaba frío. El hondo sonido del mar parecía llenarlo todo con su rumor acompasado y reciente.

Clareaba. El viejo cargó las redes y los aparejos hasta la lancha, seguido de cerca por el niño. Caminaron la distancia que los separaba de la embarcación, y enterraron hondo los pies en la arena mientras la empujaban al agua.

Primero, subió el viejo, confiándose en sus brazos, con cansada seguridad. Después el niño, que cayó firmemente sobre la barca. A esa hora, todavía las estrellas eran visibles.

Sentándose frente al niño, el viejo lo miró con la tranquila franqueza que da la confianza en sí mismo y en las aguas. Tomó lo remos, y comenzó a remar hacia el mar abierto.

La red se detuvo en el aire, pescando en la luz, antes de caer en el agua, de cerrarse sobre el mar. El niño lo miraba en silencio, sobre la lancha. Y reconoció en la sonrisa del viejo, que era franca, la señal de que los peces se removían ya dentro de la red. La pesca fue buena y, por sobre el silencio de la mañana, se deslizaron nuevamente hasta la orilla.

Cuando regresaron a la costa, el niño apoyó una mano sobre la borda, y dándose impulso con los pies, saltó   de la embarcación cayendo al agua. Avanzó con  zancadas hasta la orilla, dejando que las olas que llegaban le salpicaran la espalda. Giró para mirar al viejo que, con su cabeza blanca, le ordenó darse prisa.

La choza sobresalía apenas de entre la maleza y se veía tan pobre que parecía deshabitada. Llegó corriendo, feliz por el esfuerzo y el vigor de su cuerpo, y encendió la lumbre, donde puso a calentar el café. Lo vació en un termo que ya había pasado por dos generaciones, agarró el tarro de las galletas y salió de nuevo al sol, donde encontró la lancha a la deriva.

Al principio, esperó callado a que el viejo se levantara del fondo de la embarcación donde tal vez dormía.

Al ver que no ocurría nada, llamó una primera, una segunda vez. Mientras hacía la tercera llamada sintió todo el peso de la incertidumbre en la boca del estómago y comprendió, con claridad, que en el silencio algo se abría.

Publicado por Carlos Andrés Jaramillo

Poeta, narrador y filósofo colombiano.

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