Hombre en ruinas, un libro de Pablo Montoya

 

image_content_27911550_20170126202416
Pablo Montoya / imagen tomada de El Colombiano

 

Tal vez las ruinas descansen, sin saberlo, de la fatiga de haber sido. Desmoronadas, dispersas en el campo, sepultadas o sumergidas, olvidadas para siempre o reintegradas a la naturaleza, tal vez no hagan otra cosa que huir de la historia, que precipitarse gozosas en el anonimato de la materia. Es una sospecha que pervive al contemplar la vocación de polvo de todo cuanto existe. Al final de su vida, Freud también halló una pulsión análoga, tanática, en sí mismo. Pero lejos de confirmar una disposición general de la materia o la vida, las ruinas descubren para el ser humano otra clase de sentidos.

El hombre es aquel que se piensa en sus vestigios.

María Zambrano pensó, por ejemplo, que toda ruina tiene algo de templo, que en ella se manifiesta algo divino que es, al mismo tiempo, muy humano. La ruina muestra el paso de los siglos, pero también la huella de los hombres: el esfuerzo que hicieron por permanecer. En ellas asistimos a un resto de un todo perdido. A lo derrotado por el tiempo, pero que pervive en sus fragmentos y, que permite, a partir de su degradación, la proliferación de especies vegetales o animales, confirmando el eterno ciclo de la vida.

Marc Augé, por su parte, dijo que en la ruina se tiene una experiencia del tiempo puro, esto es, de un tiempo no histórico, que resulta de la conciencia de un pasado irrecuperable y de un presente que no puede revivirlo del todo. Si la ruina no puede llevarnos completamente al pasado, sólo queda la contemplación de lo que ha hecho el tiempo, su presencia pura en las cosas, la inconmensurable distancia temporal que media hasta el ahora.

40902261_1943086045779777_4303054242676998144_nTodo lo anterior, sin duda, hace parte también de la experiencia reflexiva del libro de Montoya, pero en él prima, ante todo, aquello que las ruinas le arrojan sin pudor en el rostro.

La ruina le devuelve una imagen fragmentada de sí mismo. El poeta se sabe hecho de recuerdos, de fragmentos que se desfiguran y se superponen en el tiempo hasta ser irreconocibles y hacer irreconocible a quien los lleva. Pero, también, un hombre hecho de memorias ajenas, históricas, que hacen todavía más difícil captarse como un ser en unidad. Si la memoria es el soporte que sostiene precariamente la personalidad, entonces las memorias ajenas son aquellas que impiden a la propia cerrarse sobre sí misma, en el solipsismo de la indiferencia. El conocimiento de la historia, hace que el poeta viva las experiencias ajenas como suyas, que las sienta con especial intensidad. Así lo sentimos, cuando en el libro hablan voces del pasado sangriento y conmovedor de los hombres o cuando el poeta se identifica con la arquitectura hecha para guardar dioses o esconder torturas.

La ruina despierta también en él una conciencia de la mortalidad aunada a la conciencia del presente, a la experiencia conmovedora, exultante, de saberse vivo. Así es, aunque la contemplación de las ruinas remita a la muerte, lo que hace con el poeta es confirmarlo en su condición de viviente. Todo espejo refleja un revés. El libro ratifica la veracidad de la sentencia de Hölderlin: “donde nace el peligro, crece también lo que nos salva”. De la observación de la debacle de los siglos, surge el consuelo, precario, pasajero, de respirar aún, de sentir con intensidad las impresiones que el mundo arroja. El contraste con el mineral inerte y derruido es el que permite esa consolación en el ser. Aunque ese sentimiento nunca será puro, nunca será radiante, pues está empañado por el pensamiento de la muerte, como si ese fuera el verdadero fondo que sustenta la experiencia humana en la tierra y la vida fuera un rayo pasajero que las nubes dejan filtrar a veces.

Por eso el “Hombre en ruinas” del que habla Montoya, no es un agonizante, ni un hombre humillado o rendido a la muerte. Sino un ser fragmentado en memorias propias y ajenas, cercanas e históricas, consciente de su mortalidad y de su presente. Un ser que, para reconocerse, se fija en lo derruido.

Las ruinas se ven en el poeta (que les presta su conciencia), inertes. El poeta se ve en ellas, vivo. Tal es la paradoja que conduce este delicado libro.

Aún más, el extenso poema que abre el libro, “Hombre ruinas”, puede ser leído como un contrapunto a las Elegías del Duino. Sin duda, ambas obras, comparten el carácter reflexivo y profundo de sus versos. Sin duda, ambas meditan sobre la muerte y la vida, y suponen un recorrido desde un sentimiento básico hasta otro más abarcador y esclarecedor de la existencia.  Pero mientras que, en Rilke, nos es dado imaginar la aceptación feliz de la muerte, al ser esta el revés y no el contrario de la vida, en Montoya, no. En su libro, Pablo no se engaña, tampoco se conforma. Se sabe perecedero, destinado al olvido. Lo sabe con temor, con rabia, como una forma de la injusticia. Pero en lugar de buscar la conciliación, se afianza rabiosamente en la sed de vivir, en el goce inocente del cuerpo, del intelecto y de los sentidos. De ahí que, en los poemas que componen el libro, no sólo se vea al hombre en la abyección de las masacres, en su vocación de muerte, sino también en los momentos en que la vida se hace soportable, se presenta como milagro. Sólo en un fragmento en el que ve en el curso del agua una esperanza que se despoja de su contenido, que avanza libremente, se acerca por un momento al poeta elegíaco. En efecto, la felicidad de la que habla Rilke, en el momento de la muerte, también tiene que ver con que ésta esté conforme a nuestro deseo.

Esta misma suma de sensaciones contradictorias, expresa la ruina.

Curiosamente, ese hombre escindido, busca la unidad perdida de su medio expresivo. Así es, entre los griegos, el concepto “Poesía”, abarcaba todos los géneros de la literatura, no sólo la lírica. “Hombre en ruinas” son fragmentos de distintas épocas personales o históricas, de incomparables geografías y de diversas sensaciones, pero Pablo los mezcla todos con conmovedor acierto y con la mesura a la que nos tiene acostumbrados, diluyendo sabiamente las fronteras entre los géneros. Poesía reflexiva, que acude a la imaginación para entender las ideas. Pensamiento poético, a partir de imágenes, sensaciones y anécdotas.

Tal es este libro con el que Pablo Montoya ha vuelto a la gran Poesía.

Nota:

1d3e6d02-1861-431d-91df-560924ad7c06
Fabio Rodríguez Amaya – Del Maíz, 2004

Esta edición, cuidadosamente preparada por Sílaba editores, viene acompañada además de las pinturas de Fabio Rodríguez Amaya. “Del maíz” y “Aparición” son acaso las más sobresalientes del conjunto. Como siempre que la pintura acompaña a la literatura en un libro, conviene aclarar, que aquella no está ilustrando a ésta y viceversa. Sino dialogando con ella, abriendo otros espacios complementarios de comprensión y emoción.

Los cuerpos que arden en silencio y en un fuego frío; manteniendo su forma, pero siendo parte de la conflagración, tramada por cientos de trazos. Ellos hablan también de una fragmentación del sujeto, de una preocupación existencial, que ha tendido un puente de Montoya hasta Artuad: “Vivir no es otra cosa que arder en preguntas”.

Un puente hasta el lector agradecido que soy yo: el hombre es aquel que se piensa ardiendo en sus vestigios.

Publicado por Carlos Andrés Jaramillo

Poeta, narrador y filósofo colombiano.

Un comentario en “Hombre en ruinas, un libro de Pablo Montoya

Deja un comentario